Actualizado el lunes, 14 marzo, 2022
Vamos a los confines de la tierra para investigar la causa de la brecha salarial.
En enero de 2005, Larry Summers, el entonces presidente de la universidad de Harvard, ofreció un almuerzo dirigido a participantes de la conferencia sobre diversificación de la ciencia y la fuerza de trabajo en la ingeniería. Introduciendo su discurso como “un intento de provocación”, arrojó una fuerte granada a la antigua guerra de los sexos. Específicamente se preguntaba en voz alta si una diferencia innata relacionada al género era la responsable de la gran disparidad observada entre los científicos.
Citando estudios que muestran que las mujeres forman solamente parte del 20 por ciento de profesores en ciencia e ingeniería en los Estados Unidos, Summers cuestionaba si “en el caso especial de la ciencia y la ingeniería hay problemas de aptitud intrínseca, y particularmente de variabilidad de aptitud, y eso que aquellas consideraciones son reforzadas por lo que son de hecho factores menores envueltos en la socialización y discriminación continua”. En otras palabras, se preguntaba si las mujeres podrían estar en desventaja intelectual cuando se trata de destacarse en las ciencias exactas.
La reacción en contra de los comentarios de Summer fue rápida, enorme y dura. Una sobresaliente bióloga de MIT, Nancy Hopkins, salió de la sala. “Decir que la ‘aptitud’ es la segunda razón más importante para que las mujeres no lleguen a la cima en una institución que está conformada por cincuenta por ciento de mujeres estudiantes es perturbador para mí”, declaró Hopkins para la prensa. “No debería admitir mujeres a Harvard si cuando lleguen va a anunciar que siente que no pueden destacarse”. Los medios locales e internacionales enloquecieron, y se formó rápidamente una campaña para asegurar el despido de Summers. Para el año siguiente renunció a su puesto en Harvard –parcialmente por las reacciones a sus comentarios en aquella conferencia.
Los comentarios de Summers –interpretados de la peor manera como sexistas, sordos, de la menos grave, y completamente incorrectos políticamente (por los que se disculpó varias veces) –al menos encajaban con eones de tradición. Por milenios, cultura y ciencia se han confabulado para explicar porqué las mujeres no son tan competitivas y ambiciosas como los hombres. En el libro del Génesis, el papel de Adán fue ser el patrón de Eva. En la antigua Roma, las mujeres eran ciudadanas pero no podían votar ni ocupar ningún cargo público. Muchas religiones, leyes y culturas alrededor del mundo continúan subyugando a las mujeres, prohibiéndoles competir en un mundo de hombres.
Los comentarios de Summers también estaban impresos con el sello de Charles Darwin, quien más de ciento cincuenta años atrás propuso que los machos masculinos evolucionaron para ganar la carrera reproductiva. Desde entonces la teoría de Darwin de selección natural ayudó a explicar porqué los machos son en general más agresivos y violentos que las hembras. Después de todo, los hombres debían salir y competir con hombres de otras tribus para matar animales, mientras que las mujeres criaban y cuidaban a los jóvenes.
Si la evolución es responsable por una falta comparativa de competitividad en las mujeres, unos siglos de cambios culturales no harían la diferencia. La evolución serviría para explicar porqué el número de mujeres en trabajos de alto perfil sigue siendo insignificante en relación con el de sus homólogos masculinos o por qué las mujeres en Estados Unidos solo ganan, en promedio, 80 centavos por cada dólar ganado por un hombre.
Después de citar los estudios y de mencionar su hipótesis sobre “diferencias innatas” Summers dijo explícitamente a su audiencia: “me gustaría que probaran que estoy equivocado en esta”.
En nuestro libro, Lo que importa es el porqué: los motivos ocultos de la economía cotidiana, contamos nuestras aventuras al enfrentar los porqués de nuestra sociedad, incluyendo este: por qué las mujeres ganan menos que los hombres.
En particular, probamos qué parte de la brecha de género en los mercados laborales se debe a la cultura. En ausencia de información, no podíamos solamente tomar por sentado que las mujeres son innatamente menos capaces que los hombres. Decidimos empezar a recolectar evidencia observando a mujeres y hombres ordinarios en sus hábitats naturales, haciendo cosas que las personas suelen hacer todos los días –es decir, participando en una clase en el gimnasio o respondiendo a ofertas de empleo en Craiglist –y utilizamos toda la gama de herramientas experimentales puestas a nuestra disposición para responder a estas preguntas: ¿hasta qué punto las diferencias entre hombres y mujeres (como niveles de agresividad, competitividad y poder adquisitivo) son realmente innatas? ¿Hasta qué punto estas son aprendidas culturalmente? Al final llegamos a una explicación única para la diferencia persistente que observamos en la brecha entre hombres y mujeres, particularmente cuando se refiere a la competencia.
Déjenme mostrarles. En el camino que va a la ciudad de Shilong en los cerros de Khasi al norte de la India encontramos un misterioso mensaje: “Distribución equitativa de derechos de propiedad”. Más tarde nos enteramos que el anuncio era parte de un incipiente movimiento de hombres, ya que los hombres en la sociedad de Khasi no tenían permitido tener propiedades. Habríamos viajado a través del mundo en busca de un universo paralelo –uno donde los hombres ejercían de “niñeras” –porque la evidencia en los Estados Unidos estaba comenzando a señalar una brecha masiva en la preferencia hacia la competencia entre los géneros y queríamos entender la razón.
Nuestro plan era llevar un simple juego a una sociedad matrilineal (los Khasi) y a una sociedad patrilineal (los Masai en Tanzania) y dar a los participantes solo una opción: ganar una pequeña suma de dinero por su rendimiento en el juego o ganar un pago mucho mayor por su desempeño si superaban a un competidor elegido al azar. ¿Qué juego elegimos?
Arrojar pelotas de tenis en un cubo a 3 metros de distancia. El experimento se realizó con Kenneth Leonard como colaborador.
Pero antes de eso nos dirigimos a las llanuras bajo el Kilimanjaro, la montaña más alta de África, donde vivían los orgullosos Masai. Los Masai, vestidos en batas de colores radiantes y cargando sus lanzas, siguen el llamado de sus ancestros. La riqueza que un hombre posee se define por la cantidad de ganado que este posee. Las vacas de un hombre son más importantes para un Masai que sus esposas y un hombre Masai rico en ganado puede tener hasta diez esposas.
Cuando nos detuvimos en el pueblo Masai armados con latas de pelotas de tenis, pequeños cubos de juguetes y montones de dinero nos encontramos a los habitantes esperándonos. Les dijimos a aquellos que querían participar que tenían la opción de ganar 1.50 $USD (un día entero de paga allí) cada vez que arrojaran la pelota en el balde después de diez intentos versus 4.50 $USD por cada vez que arrojaran la pelota si batían a un oponente seleccionado al azar.
¿Qué encontramos? Las mujeres Masai tenían poco interés en competir, solo el 26% eligió aquella opción. ¿Los hombres Masai? 50% eligió la opción de competir. Esto estaba en línea con las tasas en los Estados Unidos. (Antes de que fuéramos a Tanzania condujimos un experimento similar y encontramos que 69% de los hombres querían competir versus solamente 30% de las mujeres).
![]() |
Las mujeres compiten más en la tribu matrilineal Khasi. |
Cuando fuimos a la India y llevamos exactamente el mismo juego de pelotas y baldes a los Khasi encontramos que las mujeres Khasi se comportaron exactamente como los hombres Masai: 54% de las mujeres querían competir versus 39% de los hombres. Los resultados, resumidos en la figura, mostraron que la cultura era capaz de poner el mundo de cabeza, en términos de género. De hecho, las mujeres Khasi eran más competitivas que los hombres Masai. Es más, las mujeres Khasi se comportaron como los hombres estadounidenses, ¡y los hombres Khasi como las mujeres!
Nuestro estudio sugiere que, dada la cultura indicada, las mujeres están tan inclinadas a la competencia como los hombres, inclusive más en algunas situaciones. La competitividad, entonces no está determinada por fuerzas evolutivas que dictan que el hombre está más inclinado a ella que la mujer (naturaleza). La mujer promedio competirá más que el hombre promedio si los incentivos culturales son los indicados (crianza).
Economista estadounidense y profesor en la Universidad de Chicago. Autor de Lo que importa es el porqué: los motivos ocultos de la economía cotidiana. (The Why Axis, en inglés).